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La Página de Bedri
Concejos de Asturias
Gijón

Ciudadela de Capua

La Ciudadela de Celestino Solar, también conocida como Ciudadela de Capua, presenta uno de los modelos de vivienda obrera existente en Asturias.

Las ciudadelas fueron habitadas por la clase obrera gijonesa a finales del siglo XIX y durante gran parte del siglo XX. En Gijón llegaron a documentarse más de doscientas ciudadelas, siendo la más representativa la de Celestino Solar. Construida en 1877 en la calle Capua, estaba formada por 23 casas y permaneció habitada durante más de un siglo.

Estas casas estaban habitadas por el matrimonio, los hijos, entre dos y cuatro, y los padres de alguno de los cónyuges. El número de mujeres solas, viudas o solteras con hijos era muy alto. En algunos casos, llegaron a compartir un espacio de treinta metros cuadrados hasta once personas. La mayoría de los hombres trabajaban como albañiles, obreros en fábricas y talleres o artesanos. Las mujeres, casadas, viudas y solteras, estaban obligadas a trabajar. El jornal femenino, más que un ingreso extra, era imprescindible; en especial, en los momentos de desempleo de los hombres.

La vida de los habitantes de la Ciudadela de Celestino Solar no era fácil, ya que el salario familiar apenas alcanzaba para cubrir las necesidades básicas. Los momentos de asueto eran escasos y el ocio casi inexistente. La Ciudadela de Celestino Solar fue habitada por unas cien personas que compartían cuatro retretes, dos en el patio grande y dos en el pequeño. Todos vivían a la vista de todos y se conocían desde siempre. La solidaridad entre vecinos se manifestaba en los momentos difíciles, aunque también eran frecuentes los conflictos de la vida diaria que surgían, en general, por las labores de limpieza comunes. Nunca hubo agua corriente, ni luz eléctrica. Las mujeres y las niñas hacían varios trayectos al día cargadas con cubos hasta la fuente más cercana, situada donde ahora se encuentra el mercado de San Agustín. A mediados de los años cincuenta, tras las reiteradas protestas de los vecinos, se colocó una fuente en el Patio grande. En la calle Capua hubo un lavadero entre 1889 y 1893, pero después de esta fecha, las mujeres tenían que realizar la colada en el lavadero de Los Campos de la calle Alarcón. Las compras se hacían en los comercios de ultramarinos de la zona. Se compraba a crédito y se pagaba el día de cobro o en pequeñas cantidades cada semana. La alimentación consistía básicamente en potaje para la comida fuerte. Sólo se consumía carne en el cocido de los domingos. La merienda de los niños consistía en las natas de la leche del día con algo de azúcar, a veces manteca y pan o una onza de chocolate. La forma de vida dentro de la ciudadela evolucionó muy poco desde su creación en 1877 hasta los años sesenta del siglo XX. En este momento, comenzó a ser deshabitada y su población fue trasladándose hacia los nuevos barrios obreros de la ciudad: Pumarín, El Llano o Contrueces.

Historia

Eran jornaleros. Vivían en casas de entre 28 y 38 metros cuadrados. Pagaban el alquiler a pequeños burgueses, empresarios que habían construido esas viviendas como inversión y negocio, conociendo las necesidades de los obreros. Y su vida transcurría alrededor de un patio. El pequeño o el grande. Uno empedrado y otro de arena. Eran los vecinos de la ciudadelas de Gijón, en concreto, de la de Capua, ese espacio que queda entre las calles de Capua, Ezcurdia, Marqués de Casa Valdés y Eladio Carreño y que, ahora, el Ayuntamiento pretende dotar de más contenido. Porque, al contrario de lo que ocurre con otros museos y restos arqueológicos, la ciudadela pasa inadvertida. No todos los que caminan por Capua y pasan ante ella saben que, desde 1877 y hasta 1975, allí dentro, más allá del pasadizo que se abre entre dos edificios, hubo 24 viviendas habitadas, que ofrecieron hogar a obreros que llegaban de fuera, y que vieron cómo, a su alrededor, la nueva clase burguesa construía edificios que les dejaba sin salida a la calle y que incluso pretendía acabar con ellas.

La de la ciudadela de Capua podría ser la historia de otras muchas construidas en Gijón y en toda Asturias. En el último tercio del siglo XIX, los obreros suponían las tres cuartas partes de los habitantes de la ciudad, y tenían serios problemas de vivienda, situación que se daban en aquel momento en toda Europa. Los alquileres eran muy altos y el hacinamiento, habitual. Las viviendas obreras se extendían por toda la ciudad y, en el ensanche de El Arenal, La Arena actual, adoptaban siempre la modalidad de ciudadelas: agrupación de varias casas dentro de un patio o cercado, sin fachadas a la calle y con retretes colectivos.

Pero la de Capua tiene una gran diferencia con el resto de ciudadelas: ésta ha sobrevivido. Ahora, su historia y la de quienes la habitaron están recogidas en el libro 'Un patio gijonés. La ciudadela de Celestino González Solar (1877-1977)', escrito por Nuria Vila Álvarez .Donde durante casi un siglo vivieron familias de entre dos y cinco personas -una de ellas era incluso de once miembros- en casas de escasos metros cuadrados, compartiendo salita, cocina y dos dormitorios, hoy hay un museo abierto, que pretende ser el reflejo y la memoria de cómo vivieron los obreros de Gijón durante muchos años. La cocina era, al mismo tiempo, el lugar donde se aseaba la familia. Y por allí entraba, además, parte de la poca luz y aire que llegaba a las viviendas. En el patio, un pozo suministraba agua de dudosa calidad a los vecinos.

Las casas eran, también, el lugar de trabajo de las mujeres, modistas en su mayoría, y de algún artesano. Eso hizo que, en algunos casos, la familia dispusiera de una sola habitación, ya que la otra se destinaba al trabajo.

Aquellos obreros pagaban su alquiler (no hay referencia de la cifra, tan sólo de las 11 pesetas que costaban en 1910) a Celestino González Solar, que había comprado ese espacio, junto con el número 1 de la calle de Marqués de Casa Valdés, en 1877. Natural de Ceares, González Solar había emigrado a Cuba y, al volver, decidió invertir en suelo de una zona en alza. Poco a poco fue ampliando su capital inmobiliario. Sabía que los obreros necesitaban lugares humildes y baratos donde vivir, para cubrir una necesidad que los empresarios se habían negado a cubrir.

Según recoge el volumen editado por la Fundación Municipal de Cultura, el número de vecinos de la ciudadela osciló entre los 93 del año 1900 y los 79 de 1960. Todos compartían cuatro retretes, situados primero en la zona colindante con la calle de Capua y trasladados después, por orden del Ayuntamiento y bajo la presión de los burgueses que rodeaban ya la ciudadela, al interior del patio. Porque fue esa misma presión la que hizo que, en 1981, el Consistorio creara una comisión para estudiar las condiciones de habitabilidad de las viviendas. De ahí concluyó la orden de desalojar la ciudadela, orden que la entonces propietaria del lugar, la viuda de Celestino González Solar, consiguió parar, no sin antes llevar a cabo pequeños arreglos en las viviendas.

Pero lo cierto es que nada era suficiente para acercar aquel modo de vida al que rodeaba a la ciudadela, protagonizada primero por pequeños burgueses, industriales y, más tarde, por profesionales como médicos, arquitectos, abogados y comerciantes. Las diferencias, lejos de suavizarse, se incrementaron con los años. Los vecinos del patio intentaban paliar las deficiencias con sus relaciones e intercambios personales, con un «sistema de valores compartido por todos los vecinos que formaban un grupo social homogéneo». Y es que «se trataba de una vida obligatoriamente compartida, en un espacio muy limitado y con muy pocos recursos, por lo que no era una vida fácil. A la clase obrera no le quedaba más remedio que acomodarse a sus vecinos, fuesen o no de su agrado».

Y así, según recoge ahora en su libro Nuria Vila Álvarez, transcurría la vida entre los edificios de esa manzana de la calle de Capua. Con rutinas basadas en el trabajo. Con relaciones distintas para los vecinos del patio pequeño y los del patio grande. Con conflictos derivados de la limpieza de los espacios comunes. Con chismes y cotilleos contra todo aquel que se saliera de «las normas de conducta del grupo». Con nacimientos celebrados en comunidad y velatorios llorados de la misma forma. Con la consciencia de que tan sólo unos metros separaban dos formas de vida muy alejadas.

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