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La Página de Bedri
Relatos prohibidos
Juan
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Bien, voy a comenzar a describirme para cortar un poco esta idea de que un relato “prohibido” debe estar protagonizado por supermodelos. Soy bajita de apenas 1.61 m, cabellos lacios que apenas rozan la base de mi cuello, de color oscuro. Peso 64 kg, con lo que se darán una idea de que no soy una bomba sexy, sino un balón de rugby mal inflado. Tengo pecas y ojos marrones, mi piel es blanca y mis tetas son solo eso, dos glándulas mamarias que si no fuera por un sujetador generoso, nadie notaría su presencia. Mi voz es disfónica desde siempre; el cigarrillo ayudó a que mi tono vocal sea parecido al de un arriero más que al de una atractiva fémina al teléfono.

Tengo cincuenta y seis años, nací en 1959 en la ciudad de Montevideo (Uruguay), aunque mi vida transcurrió en el campo de la provincia de Buenos Aires, (Argentina). Hija de padres de las islas canarias, pero con ascendencia asturiana y, algunos antecedentes heráldicos que se mezclan entre navarros y vascos de la región de Rentería.

Me dedico a administrar mi propio establecimiento rural, que incluye cabaña de cría bovina y, ocasionalmente debo viajar por cuestiones comerciales o administrativas a algún centro urbano. Esto me sucedió hace exactamente doce años en Buenos Aires Capital.

Necesitaba concurrir a una feria exposición que suele darse anualmente en esa ciudad donde se muestran nuevas tecnologías agropecuarias, concurso de hacienda de varias especies y se exhiben productos a manera promocional. Pero casi todos los chacareros como solemos autodefinirnos a los campesinos en esta parte del mundo, somos habituales concurrentes a este tipo de muestras agrarias.

Viajé sola, otras veces lo hice con mi esposo. Pero no recuerdo con precisión la razón que en aquella oportunidad se dio de esa manera.

Buenos Aires, es una ciudad inmensa, ruidosa que para quienes no estamos acostumbrados a las megalópolis puede resultar hasta agresiva. No por ello deja de ser una hermosa ciudad, culturalmente muy elevada por sobre el resto de las latinoamericanas, en gastronomía no tiene nada que envidiarle a toda Europa, ya que esa conformada por varias colectividades europeas que van desde lo más profundo del Mediterráneo hasta las costas del Báltico.

Ese día me la pasé caminando por el predio de la exposición, que difícilmente pueda ser visitado en una sola jornada, al menos con fines de instrucción y observación detallada. Llegó el atardecer y, mis pies ya no me respondían. Cargaba una bolsa llena de folletería, muestras y cosas de publicidad que fui recogiendo en cada stand.

Tenía una amiga que hacía unos meses se había separado de su esposo y estaba tramitando el divorcio. Vivía por entonces en un coqueto departamento ubicado en un barrio de clase media alta, donde se hallan casi todas las embajadas y sedes consulares. La llamé por teléfono para citarla en algún restaurante que ella conociera y cenar antes de irnos a dormir previa ducha. Quedamos en una parrilla que sirven un muy rico asado criollo, ubicada muy cerca de la exposición.

Tomé un taxi y en el viaje el conductor, un tipo relativamente joven, al menos más joven que yo, me propuso un tema de charla y nos trabamos en una cordial conversación, que fue derivando a otras materias poco usuales para conversar con un desconocido, fundamentalmente con alguien que difícilmente una vuelva a ver por el resto de su vida. A esa hora, creo que era un viernes, el tránsito es un auténtico caos y, el taxi funcionaba casi a paso humano. El trayecto de haberlo hecho con mis pies descansados podría cubrirlo caminando en una tercera parte del tiempo que me llevó el taxi.

El caso fue que el chofer me resultó tan simpático como audaz, algo bastante infrecuente en el interior desde donde yo provengo. Cuando ya estábamos cerca, el muchacho que se llamaba Juan, o, al menos se hizo llamar Juan, giró su cabeza y me ofreció una tarjeta en la que estaba un teléfono celular y simplemente un título que decía en letras de molde TAXI. Absolutamente nada mas.

No entendía muy bien el propósito de darme la tarjeta. He viajado por todo el mundo y, muchas veces el taxista nos ofrece su servicio para trasladarnos a los aeropuertos, hacer algún tour de compras o cualquier otro tipo de viaje. En definitiva, viven de eso y es su negocio absolutamente respetable y legítimo. Pero Juan, parecía que venía con otras intenciones y, en este punto cabe aclarar un poco frente a quien estaba: Soy una mujer que actualmente tengo cincuenta y seis años, pero por aquella época sin mucho esfuerzo aritmético, contaba con cuarenta y cuatro. Mi figura, nunca despertó ninguna fantasía sexual a ningún hombre, al menos yo jamás me enteré o me di por aludida. Soy bajita, regordeta, mis piernas son cortas y macetonas, mi cabello es una melena lacia que apenas me toca la base del cuello… En fin, no soy una Venus ni siquiera un asteroide. Pero el hecho de estar sola en una ciudad tan grande y con alguien que tiene ganas de darme su teléfono me hizo volar un poco la imaginación y, porque no, me alimentó la libido y el morbo.

Por fin llegamos al restaurante y mi amiga ya me esperaba un poco inquieta por la tardanza, pero ella misma justificó el tiempo de demora como conocedora de la hora pico y el tránsito enfermizo que tiene esa ciudad.

Cenamos y charlamos de un montón de cosas que fuimos acumulando durante todo el año. Nos vemos dos o tres veces al año a lo sumo. Antes de esa vez, cuando ella estaba casada, nos frecuentábamos mucho más, porque el marido era un amante del campo y la vida rural, entonces eran muchas las veces al año que nos gratificaba con su visita.

Como era de esperar, difícilmente en una cena de dos mujeres cuarentonas no aparezca casi obligadamente el tema hombres, aventuras e idilios. Así que me confesó sin demasiados detalles, una aventura que tuvo con un desconocido dentro de un cine. Un tipo al que jamás le vio la cara, pero que la oscuridad y la soledad por la que ella atravesaba previo a la separación, fueron motivo suficiente como para que le regalara una masturbación y una felatio y, luego se marchara sin siquiera decir una palabra. Fue una historia tan bizarra como cargada de un extraño morbo erotizante.

Yo le conté sobre un personaje del pueblo que se había hecho popular entre viudas, solteras y separadas por el tamaño de su tronco y su permanente disponibilidad. Claro que yo sabía de quien se trataba porque no había una mujer que no lo mencionara en cualquier ámbito. Parecía que el gaucho gozaba de un prestigio de veinticinco centímetros por lo menos.

Reímos y seguimos confesando nuestros cuentos temáticos, hasta que llegamos a su casa y, cuando fui a buscar los cigarrillos en mi cartera me tropiezo con la tarjeta del taxista. Fue ahí cuando me decidí a contarle brevemente a mi amiga lo sucedido en el viaje. Y la inquietud de ella para que se lo describa, cuando lo hice al menos le pude describir la nuca, su peinado prolijo y el instante que pude ver su rostro cuando me dio la tarjeta. Se le ocurrió pedirme que lo llamara, que quizás entre las dos pudiéramos encontrar un buen motivo de diversión.

No me pareció algo prolijo para hacerlo de la manera que mi amiga me proponía. De hecho nunca lo hice con más de una persona. Realmente me pareció algo temerario y, hasta peligroso, porque no sabíamos absolutamente nada del tipo ese, ni siquiera si no se trataba de algún loco depravado. No le hice ningún comentario desalentador, la vi muy cachonda y animada. Me arrebató la tarjeta de la mano al ver que yo dudaba en concretar el discado de ese teléfono y mí amiga, muy suelta de lengua y cuerpo lo llamó y, en pocas palabras le adelantó sus intenciones y mi presencia en ese instante a su lado. No pude escuchar, obviamente la respuesta del tal Juan, pero no pasó una hora cuando suena el timbre de la planta baja y, por un visor pudimos verlo. Ethel, lo hizo subir por el ascensor privado y, de pronto teníamos a ese muchacho de veintitrés o veinticinco años frente a nosotras. Lo invitamos a una copa, que aceptó de amores y, bueno mi amiga que parecía con más recursos físicos y habilidades que yo, tomó la iniciativa de meter tema tórrido, aprovechar sus atributos físicos y desplegar un insinuante escote que para refrescarse las tetas, era casi innecesario.

Copas, temas banales y manitos fueron el comienzo de ese ritual aparentemente necesario para entrar por la senda propuesta sin que se rompa nada. Ethel me pidió que ponga algo de música de mi agrado, así se hizo. Claro que también bajé un poco las luces para climatizarle el escenario a mi amiga y a mi levante que, de momento estaba siendo capturado por ella.

Era la primera vez en mi vida que me encontraba en el medio de una situación tan extraña como inédita; lo cual me paralizaba e inhibía de intentar cualquier intromisión. Juan y Ethel bailaban y, las manos del joven taxista, comenzaron a recorrer esos lugares que normalmente se hallan reservados a las preliminares de algo más intenso y privado. Los besos dejaron de ser besos y pasaron a ser otra cosa, yo seguía impávida sentada en un rincón del amplio sofá casi en la penumbra mirando y calentándome la cabeza junto con todo el resto. La parte de arriba del top de Ethel salió despedido hacia uno de los laterales y, esta que no usa sujetador “porque le resulta molesto”, aunque yo creo que es porque hasta los más generosos le deben apretar esas pechugas y, me imagino que pueden llegar a ser molestos. Mi amiga en tetas y Juan dando lengua a sus pezones, ella gemía y yo estaba totalmente mojada. El movimiento de lo que ya poco y, nada tenía que ver con la música y el paso de baile, apuntaba hacia donde yo me encontraba, totalmente vestida, inquieta, ruborizada y con las bragas empapadas de la fantasmal calentura que me estaban propinando con su escena.

De pronto, Ethel empujó a Juan con la intención de derribarlo sobre uno de los laterales de sofá y, este no necesitó demasiada inercia para caer. Mi amiga se arrodilló y, pugnó por desabrocharle la bragueta. Mis ojos incrédulos se clavaron en esa maniobra, solo vista antes en alguna de esas películas que se alquilan en el video club y, que mi marido en sus intentos de poner algo de picante en nuestra cama, solía traer, pero que a mí me terminaba de dar sueño y, a él le provocaba ir al baño a meneársela.

Cuando mi amiga logró hacerse de ese trozo de carne, enorme para mi magra experiencia en esas artes, sin pena ni gloria se lo fue metiendo en su boca. Juan se estiró todo lo que las piernas le dieron y, volcó su cabeza sobre el respaldo del sofá a menos de un metro de mi posición. Yo siempre como observadora ausente, no dejaba de excitarme ver mover la cabeza de Ethel y la manera en que esa enorme cosa no lograba desaparecer dentro de su boca totalmente abierta. De pronto, ella en uno de los movimientos, torció levemente su cara para mirarme y, me extendió la mano como para invitarme al festín. Dudé, sentí pánico escénico, me avergonzaba estar ahí mirando, cuanto mucho mas acompañarla en su banquete con ese desconocido. Además, había otra cosa, jamás me puse un nabo de esos en la boca; solo cuando era soltera se lo hice a un primo lejano como si fuera parte de un juego secreto, yo tendría trece o catorce años, no más.

Perdí el poco pudor que tenía en ese momento, me tomé de un solo golpe el último trago que me quedaba en el vaso y, de rodillas gateé hasta donde ella estaba. Se sacó la cachiporra de Juan de la boca y me la ofreció, pidiéndome que me anime. No hizo falta que me insistiera y, me uní a esa felación junto a ella. Sentí ese gusto que me era familiar, pero también un enorme placer. Mi mente se puso en blanco totalmente, mis manos no sabían que tocar ni que agarrar, las de Ethel, en cambio buscaron mis tetas, pero estaban demasiado cubiertas por blusa, enagua y un sujetador que de no existir, nadie notaria su ausencia. Tengo tetas pequeñas.

Ethel le pidió a Juan que “la pusiera” y, seguidamente se despojó de la falda en un solo movimiento, mientras yo no paraba de masajearle ese trozo que casi con vida propia, se movía, latía y me dio la impresión que me inundaría en cualquier momento. Mientras tanto, mi amiga me hizo apartarme por un instante de mi labor gastronómica y se acomodó lentamente sobre ese obelisco que se asemejaba al tamaño de una botella de gaseosa de medio litro al menos. Entre gemidos y ayes, el monstruo fue siendo engullido por la almeja hasta desaparecer por completo. Ethel gemía, lloraba, se reía histéricamente como si estuviera poseída en un trance ubanda. Juan me miró a los ojos mientras yo aún permanecía arrodillada como esperando instrucciones y, me pidió que me desnudase. Obedecí y, mi regordeta figura no llegaba a ensombrecer en ninguna forma la voluptuosidad de Ethel que para mí era totalmente desconocida. Jamás la vi ni en traje de baño. Sus pezones rosados de grandes aureolas, su espalda perfecta que terminaba en una cintura pronunciada para dar inicio a brillantes glúteos lubricados por la transpiración y, la catarata de flujo vaginal que empapaba absolutamente todo lo que había cerca. Sus orgasmos eran auténticos espasmos llenos de frenesí y lujuria que me pegaban en el cerebro.

De repente sentí que las miradas de mis compañeros de fiesta se clavaron en mi. Yo no me di cuenta en que momento arremetí con mis dedos en mi vulva y también estaba gimiendo. Así que mi amiga quiso compartir conmigo su placer y se reincorporó pidiéndome que fuera mi turno de jugar. Primero miraba a esa serpiente exótica y, dudé acerca de mi capacidad para hacer lo que Ethel. Así que dándole la espalda al duelo de esa poronga, me fui aproximando hasta sentirla en los labios de mi cajeta, lenta y suavemente fui ensamblándome y unos temblores se apoderaron de todos mis músculos abdominales y muslos. Juan me ayudó empujando y el placer era algo que llegaba en su real dimensión por primera vez en mi vida, dije cosas, grite y susurré frases que ni yo misma entendía, pero pedía más y más. Los orgasmos se sucedían uno tras otro y sentía como la pija de Juan se hacía cada vez mas gorda, hasta que casi sollozando dijo que estaba a punto de acabar y, en ese instante Ethel me tomó por las axilas y me dijo vamos a tomar la leche y, ambas nos arrodillamos frente al dios pija para que nos bañara caras, boca, ojos y cabello con chorros intermitentes y abundantes de semen. Luego creo que nos besamos con Ethel y compartimos el elixir de manera divertida sin parar de reírnos y festejar semejante polvo.

Rosa azul

 

 

 

Diario Personal de Rosa Azul

Estos son los relatos que integran el Diario personal de Rosa azul, donde no hace llegar algunas de sus vivencias. Desde la vivida junto a Juan, hasta las fabulosas aventuras junto con su amiga en un crucero swinger. Además, nos hace la narración de un largo viaje en el que conoció a una enigmática chica.

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