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La Página de Bedri
Relatos prohibidos
La señora
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Vivía una vida dulce y despreocupada, dedicada a su marido y disfrutando de viajes, fiestas y bailes. Estaba considerada una de las más hermosas mujeres de la sociedad local. Culta, educada, elegante y discreta era una figura indispensable en cualquier acto de la alta sociedad. Era ejemplo de comportamiento para muchas jovencitas que aspiraban a un buen esposo.

Su marido era considerado uno de los más importantes empresarios del país y respetado por todos.

Ambos formaban una de las parejas más admiradas e incluso envidiadas, de todas las que constituían la élite de aquel país. Eran un ejemplo de matrimonio, él un triunfador y ella su perfecto complemento, sumisa, discreta y educada. Su palco de la ópera siempre fue uno de los más codiciados por quienes querían aparentar.

Pero las cosas cambian. Un día, su marido la envió a la vieja casa familiar, una mansión en medio del campo, rodeada de cuidados jardines y en el centro de una próspera explotación agraria. Ella se adelantaría para prepararlo todo y él llegaría unas semanas más tarde para celebrar el centenario del patriarca fundador de la empresa familiar.

El viaje se hizo largo y tedioso. La llegada deprimente, el día gris, frío y lluvioso no presagiaba una estancia agradable.

El personal de servicio estaba esperando su llegada, la recibieron con amabilidad y esa cálida franqueza de las gentes del campo. Eso la animó.

La condujeron a sus habitaciones, en el ala más noble de la edificación. Los techos altísimos, el dominante color blanco y el escaso uso las hacían frías y desangeladas. La ama de llaves notó su incomodidad y señalando la chimenea la tranquilizó diciéndole que haría que encendieran todas las chimeneas de sus aposentos y le recomendó un baño relajante que ya había preparado previsoramente.

El baño amplísimo, tenía una enorme bañera en el centro, llena de agua caliente y sus objetos de aseo ya dispuestos en una hermosa mesa lacada. Se desnudó y dejó caer las prendas sobre un amplio cesto forrado de una colorida tela. El agua estaba en su punto, añadió sus sales preferidas, se introdujo lentamente en el agua e intentó relajarse. No lo consiguió, estaba molesta con su marido, parecía que había querido apartarla y por eso la había enviado con tanto tiempo de antelación. Sin embargo su esmerada educación de sumisa esposa no le permitía exteriorizar un malestar que quedaba solo para su intimidad.

Salió de la bañera y mientras se secaba se miraba en el enorme espejo del baño, reconoció para si que tenía una buena figura. Y es cierto que era envidada por otras damas precisamente por eso, tenía una hermosa figura que la moda de la época no lograba disimular del todo.

Se vistió con un largo batín blanco y salió del baño para acabar de vestirse en la habitación. Se sorprendió al ver un joven agachado en la chimenea, la estaba encendiendo. Era un jovencito de buena presencia, vestido como los campesinos y que se sobresaltó al verla. Ella le indicó que continuara.

Se sentó frente a la cómoda y comenzó a peinarse. En el espejo veía al campesino colocando los leños y aplicándoles una llama. Era musculoso, se movía con ligereza. Y comenzó a ocurrirle algo que para ella había sido inimaginable. Una extraña sensación comenzó a invadir su bajo vientre y se extendía subiendo por su cuerpo hasta endurecerle los nítidos pezones que levantaron la tupida tela de su vestimenta. Esa misma sensación le recorría las piernas haciéndole encoger los dedos de los pies. Nunca había sentido algo así y le gustó.

El joven se dirigió a ella para comunicarle que aquella chimenea ya estaba lista y le pidió autorización para encender la del dormitorio. Ella le autorizó y levantándose le siguió entrando tras el joven en el dormitorio. Se quedó de pie al lado de la chimenea mientras observaba y dejaba que aquella novedosa sensación aumentara en intensidad. Cada movimiento del joven le hacía destacar su musculatura bajo la raída ropa. Y esos movimientos aumentaban aquella sensación. No supo como pero dejo escapar un leve gemido que el joven campesino oyó. Extrañado se volvió hacia ella y levantándose fijó sus ojos en los pechos que pugnaban bajo el batín.

Ella aún no sabe muy bien como sucedió, quizás fuera ella o quizás el, no sabe como pero su batín acabó en el suelo. Aquella sensación se acrecentó aún más. El joven sorprendido ante el cuerpo desnudo de la señora se mostraba tímido y asustado. aquella situación le atemorizaba. Pero ella actuó de una forma que la sorprendió, le tomó una mano y la acercó a su pecho, haciéndole tocar los pequeños pechos, blanco y duros. El cálido roce de la áspera mano con los pezones hizo que estos se contrajeran aun más y sintió como una dulce calidez invadía su entrepierna. El joven se apretó contra ella y se dejó hacer. Sintió los besos, las duras manos entrando en sus lugares más íntimos, separó las piernas y sintió como un gemido salía de su garganta, sintió la mano del joven entre sus muslos acariciándola y sintiendo como aquella cálida sensación se convertía en el galope imparable de una manada de caballos salvajes.

No sabe en que momento pero decidida se dirigió al inmenso lecho situado en el centro de la habitación. Notó las grandes manos en sus nalgas y comprendió que aquello que la invadía era excitación sexual, sentía la perentoria necesidad de sentirse poseída por aquel joven.

Se recostó sobre la espalda en la cama y dejó que las manos grandes, duras, musculosas, ásperas y morenas del campesino acariciaran su cuerpo blanco y delicado. Su pechos se rebelaban y permanecían duros proporcionándole un placer nunca sentido, especialmente cuando la boca del joven los hacía suyos. Le lamía la aureola, le mordisqueaba los pezones, le pellizcaba las nalgas. Ella en su paroxismo separó las piernas ofreciéndole su sexo cálido y húmedo al tiempo que pronunciaba palabras que nunca se imaginó que salieran de su boca pare pedirle aquel extraño que la hiciera suya.

El joven se levantó y rápida y expeditivamente se desnudó. Ella esperó aumentando la separación entre sus muslos mientas sus manos apretaban sus pequeñas tetas lo que aumentó su deseo.

El joven se detuvo un momento admirando el cuerpo de la señora, ella lo notó, se dejó admirar gimiendo suavemente del placer que le proporcionaba sentirse admirada de aquella manera. Unas palabras que si bien en sentido estricto eran groseras, a la señora le sonaron como el mejor de los halagos. Se sintió deseada, sexualmente atractiva y además, sería poseída por un desconocido, como en las novelas prohibidas.

Cerró los ojos cuando notó las manos en la cadera. Se dejó hacer también cuando el joven, en un movimiento rápido la hizo volverse de espalda. Por su mente pasaron muchas cosas pero no tuvo temor alguno. La hizo ponerse a cuatro patas y ella se excitó aún más. Luego noto como con un movimiento decidido el joven le introducía un enorme pene en su sexo. Se sitió llena de deseo y placer. Notó como el joven comenzaba un movimiento de vaivén haciéndola estallar en gemidos. No sabe cuanto duró aquello, solo que deseaba que nunca acabara pero acabó con el joven desparramándose en su interior en un estallido de jadeos. Ella sintió un gran placer, como nunca en su vida había sentido. Se asustó al notar un ruido sordo saliendo de su garganta, como si en su interior habitara un animal.

El joven se separó y se dejó caer en la cama al lado de ella que se quedó como estaba, notando como algo caliente y húmedo salía del interior de su cuerpo y se deslizaba suavemente por sus muslos.

Un ruido les sobresaltó y provocó que el joven se vistiera rápidamente y se fuera diciéndole algo que ella no pudo entender.

Recogió su ropa y regresó al baño. Se plantó frente al espejo y contempló su cuerpo, observó que su sexo parecía generoso, mojado y tumefacto. El abundante y fino vello púbico, de delicado color castaño estaba empapado, pegajoso, olía a sexo, a deseo y a placer. Se volvió a meter en la bañera pese a que el agua estaba casi fría pero eso la hizo reaccionar. Las tetas volvieron a endurecerse, los tímidos pezones a despuntar y volvió a sentir aquella sensación. Instintivamente bajó su mano metiéndola entre sus muslos y masturbándose por primera vez en su vida.

Tras la cena, antes de acostarse, preguntó al ama de llaves por el joven y esta preocupada le preguntó por si la había incomodaba, la señora le indicó que le había parecido un joven muy dispuesto, que había cumplido perfectamente su cometido y que deseaba que siguiera haciéndolo.

Cuando al ama le comunicó al joven las palabras de la señora, este se sorprendió pero no dijo nada. Durante las cinco semanas que transcurrieron hasta la llegada del señor, el joven visitaba diariamente la cama de la señora, llenándola de semen y de placer. Logró que tuviera orgasmos, muchos, poderosos, inmensos, continuos, las embestidas del joven le provocaban oleadas de placer descontrolado. Aquella sensación ya no era tan novedosa pero si más intensa cada día. Llegaron a tener sexo en las caballerizas, sobre un montón de heno. La desnudó y casi sin miramientos le colocó el culo y la penetró de forma casi salvaje mientras le apretaba las pequeñas tetas que tan duras se le ponían. Los orgasmos fueron escandalosos provocando nerviosos movimientos en los caballos. Que el joven campesino, inculto, sucio, bruto y desaliñado eyaculara en su interior le provocaba orgasmos intensos y salvajes. Le gustaba sentirse poseída por quien no era su marido.

Ella aprendió como había de hacer para maximizar el placer y él mejoró como amante recorriendo el blanco cuerpo de la señora con sus manos, con su lengua e incluso con su pene. Ella ansiaba la llegada de la noche, cuando el joven tenía que encender la chimenea. Pero no era ni el único momento ni el único lugar donde se entregaba a aquella lujuriosa acción.

Cuando llegó su marido, dejaron de verse en los aposentos, pero no dejaron de practicar el sexo. Se veían en los lugares más insospechados. Volvieron a las caballerizas, a los establos, al pajar, cualquier lugar era bueno para sentirse poseída. Su marido ni siquiera la tocó. Ella se masturbaba en la bañera y follaba con el joven campesino que había adoptado como amante en cuanto tenía ocasión y hacía todo lo posible para que así fuera. El ama de llaves podría haberse enterado pero nunca dijo nada aunque en alguna ocasión le dijo crípticas palabras que podrían haber sido, más que una advertencia, una recomendación de prudencia y discreción.

Cuando regresó a su residencia, echó de menos su estancia en el campo, aunque realmente lo que añoraba eran las intensas sesiones de sexo. Eso duró solo unos pocos días, hasta que se apercibió de la presencia de un jovencito pecoso, alto y enjuto, el hijo del jardinero. Le vio en el jardín agachado en un parterre y volvió a notar aquella, ya no tan novedosa, sensación en la entrepierna. Le llamó, le indicó que la siguiera y tuvieron una intensa sesión de sexo en el cobertizo del jardín ante el asombro, no disimulado, de aquel poco más que adolescente, al que había visto crecer desde niño correteando en aquel mismo jardín. Desde entonces, siempre que puede hace el amor. Con el jardinero en la ciudad y con el que ahora es encargado de las caballerizas, en la casa de campo. Ambas amas de llaves, si saben algo, ni dicen nada ni hacen por impedirle sus ansias de gozo.

Todas las noches una flor la espera sobre la almohada de su lecho. Ahora duerme sola, en un aposento separado de su marido, demasiado ocupado en la fábrica. El campesino la hace vibrar más que nunca en veranos siempre esperados y gozosos.

Ahora ambos gozan de aquella mujer, ya no tan fresca, joven y lozana, pero amante excepcional, culta, educada, elegante y discreta, ejemplo para toda la alta sociedad. Una de las más hermosas damas de la rancia sociedad que si brillaba era por personas como la elegante marquesa.

Ella se siente deseada y aunque parezca extraño respetada. Sus dos amantes, nunca ha tenido otros, en eso es fiel, le hacen compañía, le dan placer sexual y si es necesario la escuchan, ella les cuenta sus cosas sus preocupaciones, desde las más importantes hasta las más nimias. A veces incluso les pide consejo y también les escucha cuando le cuentan sus preocupaciones. Son sus amantes pero también sus cómplices. Tiene en quien confiar y eso la hace feliz. Incluso cuando su marido, en un exceso, la visita para proponerle educadamente sexo, cosa que ocurre una vez al año, ella se muestra dispuesta, jadea, gime, grita y su marido no sabe que le pasa, tampoco puede decírselo a nadie, no sabría hacerlo.

Ella es la señora y es feliz, a su manera.

Anónimo

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