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La Página de Bedri
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El manifiesto del hambre
ÍNDICE
La página de Bedri

La crisis de 1854 fue una más de las crisis de subsistencia que padeció la población asturiana a lo largo del siglo XIX y que en la década de los cincuenta fueron particularmente intensas. La sucesión de malas cosechas desde 1852 condujo a una situación insostenible en 1854, cuando unos tres quintos de la población carecía de lo más imprescindible para su sustento. Las soluciones adoptadas por las autoridades sólo consiguieron paliar momentáneamente los efectos de la crisis, pues pronto la falta de recursos económicos determinó la retirada de las medidas de socorro. En esas circunstancias, la imposición por parte del Gobierno del cobro de un anticipo forzoso de 160 millones de reales, para hacer frente a las dificultades hacendísticas, fue una especie de provocación que generó un total rechazo de los más diversos sectores sociales. «La indignación pública crecía por instantes; las corporaciones municipal y provincial hicieron oír su voz y elevaron respetuosas súplicas al Gobierno: y hasta las autoridades eclesiástica y militar trataron de intervenir con sus prudentes consejos, pues las cosas, sin que nadie lo pudiese evitar, iban tomando un sesgo peligroso, que mortificaba grandemente al gobernador civil, encerrado en un círculo de hierro, y dispuesto a no ceder un ápice y a llevar a cabo las instrucciones superiores ... »!. En esas circunstancias, José María Bernaldo de Quirós, Marqués de Camposagrado, lanzó el conocido Manifiesto del hambre, dramática exposición de la situación, que ahora traemos a esta Colección... Censurado por el gobernador civil, J. de los Santos, más conocido por el apodo de El Ferre, que trató de impedir su publicación en El Industrial, al que multó con 800 reales y con 24.000 al Marqués, secuestró la edición aunque ya se habían distribuido previamente algunos ejemplares. El malestar fue en aumento y el 17 de julio, el pueblo amotinado se dirigió a las oficinas del gobernador, entonces en el convento de San Vicente, con ánimo de apresar a éste, que no obstante logró huir y refugiarse en casa del propio Marqués de Camposagrado.

El Manifiesto del hambre fue publicado nuevamente por Protasio González Solís y Cabal en sus Memorias asturianas, impresas en Madrid en 1890, en las páginas LXIII-LXV, precedido de un encendido elogio de la figura del Marqués. Este, descendiente de una de las familias de más antiguo arraigo y protagonismo en la historia de Asturias, cuyos ascendientes pueden rastrearse documentalmente desde al menos el siglo XIV, era conocido como Pepito Quirós y fue un personaje muy popular, gracias a su campechanía y al ejercicio de un cierto paternalismo sobre sus arrendatarios y colonos. Miembro disidente del Partido Moderado, fue varias veces diputado y en 1854, tras el levantamiento citado, presidió la Junta Revolucionaria constituida para hacerse cargo de la provincia. Murió el 15 de julio de 1865, tras un desgraciado accidente, al que no se prestó el debido cuidado.

Notas:

1 PROTASIO GONZÁLEZ SOLÍS Y CABAL, Memorias asturianas. Madrid, 1890, p. XXVIII.

Manifiesto del hambre

Amante de mi país y amigo de la clase labradora, a cuya vista he crecido, no puedo mirar con inferencia su suerte y dejar que pasen desapercibidos hechos que considero conveniente y aun necesario publicar. Imposibilitado de hacerlo en los periódicos de esta capital, no obstante haber encontrado inútilmente propicio El Industrial, al cual me dirigí, me veo en la necesidad de estampar en hoja suelta los siguientes renglones, donde me propongo decir la verdad desnuda y patentizar al mundo la horrorosa miseria que aflige a este suelo y el abandono total con que se le mira. La cuestión que voy a tratar es de hambre exclusivamente, y si alguno hubiere que, dando tortura al Pensamiento, la quisiere sacar de este terreno, lleva intención dañada, quiere perjudicarnos.

Los repetidos años que llevamos de escasa cosecha son el origen de notable atraso en que hace tiempo están los labradores en lo general de la provincia. En la Parte de Occidente se perdió por completo la correspondiente al año de 1852, y sus habitantes sufrieron las desgracias que nadie ignora, pasando por los trances más duros de la vida hasta que, en parte, fueron aliviados con algunos socorros de los muchos que se habían proporcionado a una provincia vecina, más 300.000 rs. que se mandaron pagar mensualmente, por espacio de cuatro meses, facilitados por el gobierno de la Nación con aplicación a caminos, cantidad religiosamente invertida durante el año próximo pasado. En él, según los datos reunidos para la comparación con otros, sólo se ha recogido una cuarta parte de los frutos en recolección ordinaria, insuficientes, con gran déficit, para rescatarse de los empeños y compromisos contraídos por la escasez de los anteriores. El porvenir no se ocultó a los ojos de aquellos hombres que, por bien acomodados que se consideren, saben tomar parte en las desgracias de sus semejantes: los propietarios temblaron, no por la pérdida de sus rentas, sí al ver el horizonte amenazando infortunios para sus honrados colonos. Sin embargo, todos creíamos deber esperar algún amparo del gobierno de S. M. para una provincia tan leal, tan sumisa, cuna de la gloria e independencia de España, de la religión y de la libertad, para una provincia que contribuye al sostén y seguridad del Estado con la sangre de 1.145 de sus hijos y con 26 millones al Erario, la primera vez que se veía en la necesidad de pedirlo.

Los males no tardaron en dejarse sentir. En los meses de noviembre y diciembre empezó ya la mendicidad a esparcirse por todas partes y entonces algunos Ayuntamientos, y muchos diputados provinciales comisionaron y excitaron a varios señores senadores y diputados a Cortes y provincia, residentes a la sazón en Madrid, para que hicieran presente al gobierno de S. M. el mal estado de este país y el que consiguientemente se preparaba. Me cupo la honra de pertenecer a esta comisión, como miembro del Senado, y oír de los labios del Presidente del Consejo de Ministros palabras muy lisonjeras, porque al decirnos que ya tenía conocimiento de la aflicción de Asturias, nos ofreció hacer cuanto en su mano estuviera para mejorar nuestra suerte; y después de haber oído expresarse en igual sentido a los señores ministro de Fomento y de Marina, nos apresuramos a participar el éxito de nuestro cometido a las corporaciones que nos lo habían confiado, porque comprendíamos el ansia con que debían esperar el consuelo.

El hambre de día en día iba creciendo, y los casos que se referían de sus efectos eran de tal naturaleza, que algunos se creyeron exajerados; pero la evidencia llenó de amargura mi corazón. En marzo del presente año recorrí una porción de concejos, no sólo con el objeto de persuadirme de la verdad examinando personalmente la situación de los pueblos, sino con el de cazar, como tengo de costumbre. No es fácil que yo pueda describir aquí las impresiones que recibí en aquella excursión. Al ver a labradores medianamente acomodados, a mis compañeros de caza, en quienes constantemente hallé las mejores pruebas de amistad, cariño y honradez, tristes, abatidos, pidiendo trabajo para poder alimentar a su familia, sin recursos y en un estado aflictivo, sentí helarse mi sangre. Pero cuando llegó al colmo mi desconsuelo, y, sin avergonzarme lo dijo, mis ojos se inundaron de lágrimas, fue al encontrarme en un monte del partido judicial de Laviana, parroquia de Villoria, a donde había ido a buscarme un hombre, en cuyo escuálido semblante se veían marcados los mayores sufrimientos, y que con voz desfallecida me dijo: me muero de necesidad, mi mujer y cinco hijos que tengo no comen más que yerbas. ¡A cuántas consideraciones no dan lugar semejantes palabras! Pero no es mi propósito entrar en ellas. Mi contestación fue mandarle bajar inmediatamente a Tolibia a tomar algún alimento mientras yo iba a unirme a él. Pocos instantes después estábamos hablando en una mala taberna. Pregúntele qué había comido, me contestó, y era cierto, dos cuartos de pan. Este era el uso que había hecho de mi ofrecimiento un infeliz, a quien la falta de alimento estuvo a punto de privar de la vida. Obedeciendo a una insinuación mía marchó desde aquel sitio a ver al señor alcalde para que tomara una determinación, mientras un muchacho llevaba de mi orden algún socorro al resto de la familia. La autoridad, con la solicitud propia del deseo de evitar un mal grande, tomó inmediatamente sus disposiciones mandando un dependiente a cerciorarse del estado de aquellos infelices, el cual no tardó en volver con la respuesta que, de aquellos desventurados seres, acababan de espirar dos, un niño de ocho años y otro de once. Al oír semejante noticia, me horroricé. ¿A quién no estremecería el considerar que aquella realidad justificaba la relación de hechos semejantes y anteriores? y por desgracia, casos tan ciertos como dolorosos, se repitieron en diversos puntos de la provincia.

A mi vuelta de aquella expedición, hallé instalada la Junta superior de Caridad en el palacio del excelentísimo e ilustrísimo señor obispo, presidente, de la cual me había cabido la honra de ser nombrado vocal. A nadie se le ha ocurrido siquiera poner en duda nada de cuanto llevo dicho. Convencidos estaban todos, como todo el país, de la verdad, y el señor gobernador civil de la provincia dirigió a la junta palabras consoladoras anunciándonos recursos del gobierno superior, a quien constaba ya la calamidad que sufríamos, por las repetidas comunicaciones que sobre el particular su señoría le había pasado. Le supliqué que mientras se recibían aquellos socorros, se suspendieran al menos los apremios que hubiera contra gente tan desdichada, y S. S. aseguró que ni los había a la sazón ni los habría después. Los pueblos saben muy bien si las palabras del jefe de la provincia fueron una verdad. Se dio nuevamente comisión a los señores senadores y diputados a Cortes residentes en Madrid para que se acercasen otra vez a los ministros de S. M., y el excelentísimo Sr. D. Pedro Salas Omaña fue el encargado de contestar, dándonos las más halagüeñas esperanzas. Todos manifestaron los mejores deseos, y tengo la íntima convicción de que han hecho y hacen los mayores esfuerzos para atenuar mal tan terrible, ya que remediado no está en la posibilidad.

Los ayuntamientos apuraron todos sus recursos tomando dinero a interés para comprar granos, a fin de que las tierras no quedaran sin sembrarse; las clases todas de la sociedad medianamente acomodadas están dando una prueba de caridad cristiana ejemplar, y los que reciben las limosnas los más raros ejemplos de virtud, dejándose morir de hambre antes que echar mano de cosa alguna que no les pertenezca; se da de comer a cualquiera de ellos, ya sean tiernos niños, ya personas mayores en cuyos mortales semblantes la necesidad ha impreso una huella desoladora, y a pesar del deseo que les acosa de alimento, al instante que reciben la limosna, que miran con avidez, corren a buscar al padre querido, a la moribunda esposa, a los tiernos hijos, al resto de la familia, en fin, para partir con ellos. A la vista de estas escenas, ¿qué corazón puede hacer alarde de su dureza? El hombre más inmoral y corrompido del mundo que las presenciara, y con los ojos del espíritu examinase y estudiara tanta abnegación, tanta virtud, ¿no abandonaría su brutal vida? Pero por desgracia, hechos tan dignos de admiración pasan desapercibidos para la mayor parte de la sociedad.

Contaba la Junta superior de Caridad para salir de situación tan angustiosa Con la suma de 424.000 reales, cuya cantidad se invirtió, la mitad próximamente, en granos para hacer la siembra, y el resto en efectivo, distribuido a la mayor parte de los concejos de la provincia.

En medio de tan desconsoladora situación un periódico, por error sin duda, dijo que había 4.000.000 reales como recursos positivos, noticia que El Heraldo inmediatamente reprodujo en sus columnas. En vista de esto, sin duda, las personas caritativas y acaso el Gobierno, considerándonos con una cantidad, si no suficiente, respetable para atenuar el mal, nos abandonaron completamente, y averiguada la exactitud de aquellos anuncios, los recursos quedaron reducidos a la oferta por parte del Gobierno, de 1.200.000 reales, de cuya cantidad sólo se han recibido 90.000, y a 444.600 que por diferentes donativos llegó a reunir la Junta de Caridad, que no ha podido distribuir por completo: total 534.600 reales; De los informes tomados por las corporaciones, encargadas de buscar e invertir los fondos, resulta existir entre los 500.000 habitantes de esta provincia, más de 300.000 que carecen del puramente necesario sustento. Ahora bien. ¿Se concibe que los insignificantes recursos que llevo mencionados hayan podido aliviar en lo más mínimo a tantos y a tan desgraciados seres? Para asegurarlo, para presumirlo, fuera preciso carecer de sentido común.

A la par que los pueblos sufrían tan cruel azote, veían acercarse el plazo para el pago del segundo trimestre de la contribución, y todos conocían la imposibilidad absoluta de realizarlo, porque para el de las anteriores ya se habían visto precisados los alcaldes y recaudadores a tomar cantidades a préstamo; los más de éstos se dan por satisfechos con perder sus depósitos, y conozco varios que han de sentir por espacio de algunos años los perjuicios que hayan sufrido con los repetidos y continuos apremios de que son objeto, en honor de la verdad y de la justicia, no por fondos que tengan recaudados, sino por las cuotas irrealizables correspondientes a un sinnúmero de infelices que absolutamente nada tienen de que echar mano.

En tal estado apareció en la Gaceta oficial de Madrid el Real decreto de 19 de mayo último, pidiendo a la nación un anticipo de 160 millones de reales. Inútil es decir que, reunidos los ayuntamientos de esta provincia, y mayores contribuyentes, en sus respectivos concejos (a excepción de dos o tres de aquéllos que, sin contar con sus contribuyentes, después de llorar su miseria ante la Junta de Caridad, y después de haber recibido una limosna, ofrecieron el anticipo), acordaron elevar exposiciones a S. M., suplicando se les relevase del pago, o aplazase al menos el trimestre hasta nuevos frutos, y el anticipo hasta cuando la provincia se repusiese de los golpes de tanta desventura. El de Oviedo, a quien tengo la honra de pertenecer, en unión de los mayores contribuyentes, resolvió por unanimidad nombrar una comisión mixta, compuesta de dos de éstos, que lo fueron los señores D. Ramón Casaprín y D. Antonio Méndez de Vigo, y dos individuos de la corporación municipal, el síndico Sr. D. José Landeta y el que suscribe, para llevar la del concejo al señor gobernador de la provincia. Poniendo en. sus manos dicho documentos, le suplicó el primero de aquéllos le prestara su apoyo al elevarla a S. M. La contestación de aquella autoridad fue satisfactoria, diciéndonos que así lo haría, convencido de la justicia con que pedíamos el amparo del gobierno, y aún pudiera decir que ha llevado sus promesas hasta el punto de aseguramos que el pago del anticipo se aplazaría hasta diciembre, según los pasos que se habían dado y noticias que tenía.

Nos apresuramos a hacer presente esta respuesta a la ilustre corporación que aguardaba con ansia el bien que iba buscando para sus administrados, y que, con los mayores esfuerzos y sacrificios procura a la vista de todo el mundo. Con esperanzas tan fundadas, muy agenos debían estar los pueblos de que sus clamores se desoyeran, y el Ayuntamiento de la capital de recibir un oficio del señor gobernador civil de la provincia, trascribiendo otro de la Dirección general de contribuciones, en que después de hacerles la ofensa de dudar de la verdad que consta, y por tantos hechos reconocieron los gobiernos de provincia y superior de la nación, deniega las peticiones, y supone que hay varias provincias en peor situación que la de Asturias. Del resultado de nuestras exposiciones y del escrito de la Dirección, se deduce que aquéllas no han llegado a las augustas manos de nuestra Reina, que el señor gobernador no les prestó el apoyo que era de esperar y había ofrecido a una comisión respetable, y por último, que nuestros lamentos son infundados. Apelo al juicio de los que, como yo, han presenciado escenas cuyo recuerdo sólo me estremece, a los sentimientos de hidalguía y honradez que distinguen a los habitantes de esta provincia, y dudo que haya uno solo por indiferente que aparezca, que no sienta en el fondo de su alma la voz de la indignación al saber el desprecio con que aquella oficina trata a una provincia por tantos títulos ilustre, y al ver la palpable contradicción en que se pone con el Gobierno de S. M., que por repetidas y varias comisiones y comunicaciones, tiene conocimiento, si no exacto, porque ni los rasgos de la pluma ni las articulaciones de la lengua son bastantes a bosquejarlo, aproximado, de nuestra triste y dolorosa situación.

Las vecinas provincias de Galicia, en la desgracia lamentable que el año próximo pasado las afligió, se vieron socorridas con abundantes recursos. A la de Lugo, según leemos en el número 1.615 de La Época, se le concede una moratoria para el pago del anticipo, ya que no el perdón. ¿Qué delitos ha cometido la de Oviedo, modelo de lealtad y patriotismo, para verse abandona~ da de tal suerte y aun escarnecida en mitad de sus angustias? ¿Será tal vez porque se haya comparado la recaudación de los meses trascurridos desde 1854 con la de los mismos del anterior, y se vean recaudados cerca de dos millones más que el pasado y que se hayan remitido a la corte, con exceso acaso, las cantidades pedidas a la provincia? ¡Cuántas lágrimas habrán costado esos caudales! ¡Cuántos sudores! ¡Cuántas penas! En último resultado; lo que vendrá a probarse de aquellas comparaciones será la innegable virtud y sumisión de sus honrados habitantes, que consideran como la primera atención el contribuir con su sangre y sudor al sostén del Estado, y obedientes siempre a la voz de los gobiernos cuando han apurado ya todos los recursos, entregan a los recaudadores las cosas más precisas para alimentarse, y por último el ajuar de casa y los aperos. A los ayuntamientos apelo y a los venerables párrocos que, no obstante su precaria y desatendida situación, llenan de maravilla al hombre pensador y humanitario con los sacrificios que están haciendo en beneficio de sus feligreses, para que con entera libertad me desmientan. Pero la verdad es innegable, y a todos consta la exactitud de mi relación. Ellos podrán decirnos si por esfuerzos que hagan en unión de los pocos vecinos regularmente acomodados en sus feligresías o concejos podrán nada más que sostener la cuarta parte de los pobres de su vecindad. Seguro estoy de que repetirán conmigo ¡imposible!

En semejante caso ¿qué otro recurso queda a la indigencia que busca trabajo y no le encuentra, que prefiere la muerte al crimen más que acudir a la capital a implorar la caridad pública? Pues bien; a estos infelices, a estas virtuosas gentes que piden y no roban para comer, se les da la acogida más dura y cruel que los hombres han podido imaginar para sus semejantes. Recogidos por los dependientes de vigilancia civil, se les encierra en un inmundo patio contiguo a la cárcel fortaleza, donde permanecen hacinados, expuestos a la intemperie y sin alimento alguno todo un día, el que tiene la desgracia de ser encerrado antes de haber llegado a una puerta amiga o recibido limosna de una mano compasiva. Con asombro de los vecinos de aquel lugar se les ha visto dIsputarse los desperdicios arrojados de la cocina de la cárcel moviendo la compasión de aquéllos que apercibidos de su necesidad se apresuraron a llevarles algún socorro. Después de permanecer en tal. estado, después de este inhumano tratamiento, digno antes de fieras que de hombres, se les despide al caer la noche por los mismos que los han recogido, conduciéndolos a las afueras de la ciudad en dirección a sus respectivos concejos. Esta es una crueldad de que no hay memoria ni ha podido haberla; pero que por desgracia está dejando una huella indestructible en la nuestra para poderla contar a nuestros sucesores, y perpetuar las causas de tan infausto recuerdo. Serían las once de la noche del día 22 del actual, cuando llegó a una casa distante legua y media de esta capital una mujer escuálida con dos tiernas criaturas de tal manera desfallecidas que, a no haberlas socorrido como la religión manda, hubieran indudablemente perecido las tres.

Había entrado en el terrible lugar de que llevo hecho mérito a las nueve de la mañana, sin haber tenido la fortuna de encontrar una alma piadosa que la pudiera haber socorrido con cualquiera alimento, desde el día anterior en que no había tenido que comer, ni que dar a sus hijos. Hoy que los vecinos tienen conocimiento de estos hechos piden para socorrer a aquellos desgraciados; pero hasta de este socorro se les ha privado mandando tapiar la gatera por donde les daban el alimento. Los mayores criminales no podrían ser tratados con mayor crueldad. ¿Y cuál será el resultado de tanto rigor empleado con ellos? Que no los veremos recorrer las calles buscando una mano generosa que los libre de una muerte segura; pero en cambio morirán a centenares en los campos, en los caminos y sus cuerpos más de una vez llegarán a ser presa de las bestias carnívoras, y para colmo de desventura, como consecuencia precisa, el país infestado por una epidemia, que vendrá a aumentar nuestra consternación, si en ella cabe aumento.

Para evitar tamaños males estoy dispuesto a hacer cuanto mis humanitarios sentimientos me sugieran. Me envanezco con el nombre asturiano que llevo, y no perdonaré esfuerzo alguno en ningún sentido que me conduzca a aliviar la suerte de mis paisanos. Por eso y para dar lugar a cualquiera que desee demostrar una situación más halagüeña que la que dejo trazada, he llamado la atención del público. Rectas son las intenciones. ¡Ojalá que el resultado coronara nuestras sacrificios! Pero conociendo las obligaciones que la posición social respectiva impone a los hombres, no quiero dejar de cumplir la mía; aprecio en mucho la benevolencia y me horroriza la idea de ser objeto de execración y aborrecimiento de los mismos con quienes la suerte me ha unido con vínculos tales que lloraría toda mi vida si la inercia, el abandono e indiferencia, que detesto, hubieran llegado o pudieran llegar a romperlos algún día.

Oviedo 22 de junio de 1854.