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La Página de Bedri
Relatos prohibidos
Primera cita en casa de mi primo
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Querido Bedri:

Hace ya algún tiempo que mi primo el raro me había invitado a su casa. Después de diversos avatares, excusas e inconvenientes acordamos unas fechas. Y no solo eso, también acordamos hasta lo ropa que llevaría e incluso el maquillaje que usaría. Lo de acordar es un decir, realmente fue él quien me dijo que y como, hasta el perfume me eligió.

El día señalado llegó y me preparé convenientemente, tanto equipaje dispuse que la maleta resultaba voluminosa y pesada. Tanto que me costó moverme con ella y no soy una mujer precisamente frágil. El viaje en tren resultó ameno por la agradable compañía de una señora mayor, simpática, inteligente, muy buena conversadora y que debió ser muy hermosa en su juventud porque pese a las profundas arrugas y el pelo cano ahora lo es. Iba acompañada por un nieto, tímido y calladito pero muy cariñoso. No me quitó ojo del escote en todo el trayecto. Su abuela se dio cuenta y disimuladamente le reprendió aunque no resultó eficaz y desistió cuando se apercibió de que ni me molestaba, ni iba a ver nada que yo no quisiera que viera.

Cuando llegamos a destino, fue el joven nieto quien me ayudó con la pesada maleta, no solo me ayudó a sacarla del coche. Además, me ayudó con ella en el taxi, hasta cuya parada me acompañó y colocó el equipaje en el maletero.

Mi primo vive al otro lado de la ciudad, en las afueras, en un caserón enorme y oscuro, en una calle silenciosa, poco iluminada y por supuesto que apartada. No deba buen rollo aquel sitio. Tanto es así, que el taxista bajó el equipaje, lo dejó sobre la calzada al lado del bordillo y se fue a toda velocidad una vez le aboné la carrera.

Me quedé unos segundos observando el lugar, una calle de edificios del siglo XIX, los más recientes. Los propietarios debían de ser, o haber sido, personas de alto poder adquisitivo. Por algún motivo que desconozco aún, la calle resultaba lúgubre y tenebrosa. Resultaba ciertamente decadente. Quizás por eso se había convertido en una suerte de barrio bohemio.

Y así que allí me tienes, arrastrando la maleta hacia la inmensa puerta, vestida de negro, cubierta con un largo abrigo y con mis zapatitos de tacón altísimo, maquillada como una muñeca de porcelana, maldiciendo mi suerte y desconfiando de que aquella fuera la dirección proporcionada. Tanto es así que la comprobé varias veces, sabes que lo anoto todo. Incluso le llamé al celular. Ni siquiera respondió, simplemente abrió la puerta ante mi antes incluso de que hubiera llegado a ella.

No dijo nada, solo se hizo a un lado para dejarme pasar, ni siquiera tomó mi equipaje para ayudarme. Y por primera vez en la vida alguien me hizo la cobra, y fue cuando quise darle un beso, uno castito en la mejilla.

Cerró la puerta y avanzó por un pasillo larguísimo altísimo, tenebrosísimo, escasamente iluminado por apliques de luz mortecina. Avanzaba delante, conmigo siguiéndole mientras arrastraba como podía la pesada maleta y maldecía internamente el haber aceptado la invitación. Es verdad que el encuentro anterior había sido muy, pero que muy satisfactorio, aunque el primero de todos resultó un rotundo fracaso.

Si mentalmente echaba peste, al atravesar el pasillo, estallé al alcanzar el píe de una escalera anchísima, altísima, oscurísima y empinadísima. Me quejé a mi primo que parecía el estirado mayordomo de una película del periodo victoriano.

―No me fastidies primo, ¿No pretenderás que suba esas escaleras con esta maleta? ―dije enojada, muy enojada.

―No olvides nuestro acuerdo querida prima ―añadiendo con voz monocorde― ya sabes cuál es mi forma de entender el sexo y que aceptaste ser mi esclava.

―Pero no me dejes marcas ― y tímidamente pedí― y no me hagas daño.

―Solo el necesario que para que descubras esa parte oculta de tu sexualidad. Solo lo necesario para que goces plenamente.

La verdad, es que cuando mi primo habla se pone bastante trascendente.

Tomé la maleta y con dificultad fui subiendo los escalones hasta que mi primo se hizo cargo de ella. Luego otro largo pasillo hasta llegar a una habitación enorme, de techos altos como el resto de la casa. Las paredes tapizadas en rojo oscuro, con una enorme cama en el centro, de esas de baldaquín del mismo color que las paredes. La cama con aspecto sólido no resultaba tan inhóspita como me había parecido el resto de la casa.

Mi primo dejó una libretita sobre una mesita redonda en el centro del cuarto. ―son las instrucciones ―aclaró antes de continuar y a punto de salir con la puerta ya abierta― cenaremos a las nueve, vendré antes para prepararte.

Cerró la puerta y miré el reloj, no faltaba mucho para la cena a sí que tomé la libretita, de grueso papel, del caro, con una cuidadosa encuadernación y con notas escritas en preciosa letra inglesa.

Recogí la maleta colocando la ropa en los enormes armarios. Pese a la apariencia lúgubre estaban escrupulosamente limpios, todo estaba muy limpio, sin una sola mota de polvo, ni por supuesto telarañas que tan propias hubieran quedado en el caserón. Ni siquiera nada fuera de su sitio.

Luego seguí las instrucciones, me desnudé y me dirigí al baño que ya estaba dispuesto, me bañé y luego me sequé detenidamente. Después me apliqué una buena capa de la crema hidratante que mi primo había pedido que llevara. Me peiné como quería que me peinase, me maquillé y perfume y me fui al cuarto, donde, siguiendo estrictamente las instrucciones, me quedé de pie, desnuda, en el centro del cuarto, al lado de la mesita redonda, dentro de un círculo marcado en el suelo.

Llegó mi primo con un estuche negro y una larga prenda el mismo color que dejó sobre la mesita. Abrió el estuche y extrajo algo que me colocó en la muñeca derecha, era una especie de muñequera negra, de una piel suavísima, con anillas plateadas al exterior. Me colocó otra en la muñeca izquierda y otras similares en ambos tobillos. Luego, me puso otra en el cuello, pude ver en el espejo que esta tenía cuatro argollas, hacia delante, derecha, atrás e izquierda. Luego me puso un mascara negra que ocultaba mis pómulos, nariz, ojos y frente y sujeta por unas cintas también negras. Después, enganchó una correa a la anilla delantera de la gargantilla y la dejó caer, tomó la prenda que resultó ser una capa de tela muy caída que me colocó sobre los hombros sujetándola con una fina cadena que abrochaba por delante del pecho. Luego tomó la correa sujeta a mi cuello, tiró de ella y sin decirme nada comenzó a caminar obligándome a seguirle hasta el comedor, una habitación enorme, esta vez de colores más claros, con una mesa igual de enorme, me hizo sentar en un extremo y él se sentó frente a mí, en el opuesto del lado más largo.

La cena nos la sirvió un extraño personaje vestido de librea, como los mayordomos de las caricaturas. Me llamaron poderosamente la atención dos cosas. El grosor de las enorme gafas que portaba y su comportamiento, nos servía los platos sin mirarnos y mientras los tomábamos esperaba pacientemente, inmóvil detrás de mi primo, sin siquiera pestañear. La cena se desarrolló en silencio, sin hablar, hasta los cubiertos hacían poco ruido. La comida era buena, ligera, sabrosa y bien elaborada. Al finalizar, el sirviente retiró los platos y desapareció. Mi primo se levantó, se acercó, tomo la correa, y otra vez sin decirme nada me hizo seguirle a una habitación colindante, amueblada con enormes sillones. Se acercó a uno situada al lado de una mesita, me colocó al lado del sillón, ligeramente detrás. Luego hizo sonar una campanita, y entro el sirviente con una copa de licor que comenzó a degustar en silencio y con calma, conmigo al lado, sin moverme, sin dirigirme la palabra, sin siquiera mirarme.

Salimos de aquel cuarto cuando hubo acabado la copa, avanzamos por el pasillo con mi primo guiándome de la correa, la verdad es que la máscara apenas me dejaba ver con claridad. Nos fuimos a su habitación a cuya puerta nos esperaba el sirviente que entró tras de mí.

Mi primo se fue al baño y desde la puerta, en tono afectado se dirigió al sirviente para decirle ―Prepárala Ernesto.

Y Ernesto me preparó, sin emitir ni un solo sonido ni realizar un solo gesto, sin mirarme, completamente silencioso y particularmente inexpresivo. Se puso frente a mí, separó los broches, abrió la capa y pasando detrás de mí la retiró dejándola sobre el respaldo de una silla. Luego tomó la correa y me hizo ir hacia la cama; me hizo acostar en el centro. Tomó primero mi muñeca derecha y la sujetó pasando a través de las anillas un grueso cordón negro. Rodeó la cama e hizo lo mismo con la otra muñeca. Siguió por el tobillo del mismo lado y luego por el otro para afirmar la tensión de cada cordón y dejarlos bien tirantes y mi cuerpo bien estirado pero sin que la tensión resultara molesta ni tampoco las ataduras. Finalmente retiró la correa del cuello, tomo la capa de la silla y con un elegante movimiento la desplegó en el aire dejándola caer para cubrir mi desnudez. Luego se hizo a un lado de la cama y se quedó quieto y en silencio, sin mirarme, hasta que llegó mi primo. Entonces retiró la capa dejándome nuevamente desnuda y la volvió a dejar sobre la silla, cuidadosamente doblada, antes de irse deseando buenas noches a mi primo. Yo me quedé muy quieta, me dejé hacer, no solo por el acuerdo con mi primo, también por la excitación que me producía que un desconocido me desnudara y me fuera preparando para tener sexo con otra persona. Cuando Ernesto acabó, si me hubiera rozado me hubiera provocado un orgasmo de lo excitada que estaba y las ganas que tenía de follar.

―Buenas noches señor, goce usted de buena noche ―Y cerró la puerta tras de sí sin levantar la vista del suelo.

Mi primo se paró al pie de la cama mirándome, diría que con lascivia, se quitó el largo batín negro y desnudo se acercó a mí, me levantó la cabeza y me quitó la máscara.

―Gracias primito, no me dejaba ver y es un poco agobiante.

―Es que es de plástico, tengo que hacerte una de porcelana.

―¿Puede ser blanca primito?

―¿No prefieres negra?

―Si voy a ser tu esclava consiénteme este capricho.

―De acuerdo primita, será blanca, pero tendrás que cambiarte el maquillaje.

―Me cambio lo que sea.

No llegué a decirle nada más porque se puso encima de mí, entre mis piernas y me la metió, de un solo impulso, con esa potencia que tanto me gusta. Comenzó a metérmela fuerte y sacarla despacito lo que me proporcionaba oleadas de placer con cada entrada, y con cada sacada. El primer orgasmo no tardó en llegar, casi inmediato, y no fue el único, no tardó el segundo al que siguió otro, y otro más, una sucesión de poderosos momentos de placer. Así hasta que mi primo con un rugido se tensó y noté como su pene perdía la erección y como su semen quemaba mi interior. Quise abrazarle y comerle a besos pero evidentemente no pude. Sabes que soy muy sobona y besucona, y que me gusta mucho abrazar a mi pareja cuando hago el amor.

Fue un buen polvo pero extraño, empezando por cómo empezó y porque mi primo aún se mantenía entre mis muslos, con la polla desinflada contra mi coño dispuesto a volver a tragársela. Y se la tragó porque en minutos se le fue endureciendo, hasta que en el despliegue al irse empinando fue entrando entre los separados labios de mi vulva, dispuesta y deseosa, desplegándose por el interior de mi lubricadísima vagina como si fuera un mecanismo hidráulico, la verdad es que el pene es algo así. Nada más notar que ya estaba totalmente erecto me corrí, y me volví a correr, y otra vez y otra y otra, y así en una sucesión de orgasmos que no deseaba contener; al contrario, que deseaba que fluyeran desde mi entrepierna extendiéndose por todo mi cuerpo que vibraba al diapasón de los movimientos de mi primito. Y notaba como mis fluidos vaginales salían de dentro de mí con cada lentísima sacada de mi primo. Notaba como esos fluidos resbalaban lentamente desde mi coño deslizándose por mi culo hasta la cama, con paradita en el ano;. Y como esos jugos aumentaban con cada orgasmo, y tuve muchos. Y se mezclaban con el semen que mi querido primo había depositado en lo más profundo de mi intimidad. El polvo duró y duró, mi primo dura, y dura, como las pilas alcalinas esas del anuncio, es una de sus mejores cualidades. Tiene bastantes y cada día y a cada polvo, encuentro alguna nueva. Esta vez duró mucho y siguiendo su inveterada costumbre rugió, como un león cuando se corrió dentro de mí.

Se quedó quieto sobre mi durante un ratito, dejándose que le abrazara y besuqueara y que mis orgasmos cesaran. Luego se levantó, me colocó nuevamente la máscara, se vistió el batín, tomó la campanilla de la meseta de y la hizo sonar. Inmediatamente entró el sirviente al que ordenó.

―Ernesto, llévela a su habitación y prepárela para dormir.

Y así, Ernesto, sin siquiera mirarme, me soltó las ataduras, me puso la capa, la abrochó, colocó la correa al cuello y me hizo seguirle. Mientras caminaba, los oscuros pasillos ya no me parecieron tan lúgubres ni tan inhóspitos, comenzaban a tomar un aire cálidamente familiar para mí.

Entramos en la habitación y Ernesto me hizo colocar en el centro del cuarto, en el círculo del suelo, me quitó la capa que dispuso perfectamente colgada sobre la percha de un galán. Luego tomo la correa y me hizo seguirle al baño. Me retiró las muñequeras y tobilleras y sustituyó la gargantilla de piel por otra de toalla con una correa del mismo material. Luego me hizo entrar en la ducha, abrió el agua, fría al principio pero no me moví ni protesté. Me enjabonó concienzudamente, especialmente la entrepierna tan impregnada de fluidos vaginales y seminales. Me aclaró bien, me hizo salir y me retiró la gargantilla de tela. Después me secó con una suave toalla de baño y me volvió a colocar las muñequeras, tobilleras y gargantilla que ajustó cuidadosamente en su sitio. Nuevamente hizo todo esto sin hablar, sin mostrar un ápice de emoción, sin siquiera mirarme.

Me volvió a llevar al cuarto, ya me había acostumbrado a este modo de proceder, y me acercó a la cama, apartó las sábanas, que por cierto, eran de seda negra, me hizo acostar y me sujetó las manos pero no tan tensas como en la cama de mi primo. Luego, cuando alargó sus manos hacia mi cuello pensé que retiraría la más cara pero no lo hizo, fue para retirar la correa de mando.

―¿Ernesto, puedes hacerme un favor?

Dudo antes de decir―Lo lamento señora, no puedo apartarme de las instrucciones del señor.

―Solo quiero que me quites la máscara que me molesta y me impide respirar bien.

Ni siquiera contestó, subió la ropa de la cama para cubrirme y se fue apagando la luz antes de salir. Al poco rato, entró mi primo.

―Me lo ha dicho Ernesto ―y me quitó la máscara antes de reprenderme― nunca más lo vuelvas a hacer, nunca le hables, nunca le digas nada a Ernesto, está prohibido.

―Lo siento primito, no lo sabía.

―Pues está en las instrucciones que te dejé.

Y salió pero antes de irse, atravesado en medio de la puerta y mirando hacía afuera dijo con voz que dejaba traslucir una cierta preocupación, puede que emoción ―No puede conocerte.

Dormí profundamente, agotada por el viaje y por el sexo, desperté cuando mi primo entró en el cuarto y separó los pesados cortinones dejando entrar la luz de un espléndido día, me colocó la máscara y se fue. Al rato entró Ernesto, que deshizo lo hecho la noche anterior, me colocó la correa, apartó las ropas, me liberó las manos, me hizo seguirle hasta el círculo del centro del cuarto, me colocó la capa y esta vez me calzó mis zapatos de tacón tan alto. Me llevó al comedor y me hizo sentar, esta vez sola. Me sirvió el desayuno y tras finalizarlo me llevó de regreso a la habitación. Tomó la libretita de instrucciones, pasó algunas páginas y me la entregó indicándome una instrucción, luego salió del cuarto. Hice lo que se me pedía, me lavé los dientes, luego tras volverme a poner la máscara, volví al círculo e hice sonar la dichosa campanilla. Ernesto entró, me tomó y me llevó al estudio de mi primo donde este se hallaba trabajando; es un artista, pintor, dibujante e ilustrador de prestigio internacional. Antes de irse, Ernesto me sujetó por la correa del cuello a una argolla de la pared, al lado de donde mi primo estaba atareado. Tanto que ni siquiera me miró. Permanecí allí quieta, sin hablar, ni moverme, ni mirarle.

Había pasado un buen rato cuando, mi primo me hizo sentar sobre un alto taburete, me quitó la máscara, y con compases y otros dispositivos me tomó diferentes medidas de la cara. Luego cuando quiso ponérmela nuevamente le pedí que no lo hiciera.

―Podrá reconocerte alguien.

―Si no hay nadie que pueda verme no existe ese riesgo.

―Puede entrar Ernesto.

―Ernesto es tu sirviente, sabe que soy tu esclava, no necesitamos ocultárselo.

―Pero no sabe que eres mi prima ―dijo con un punto de enfado.

―Después de lo de anoche no me importa que sepa que soy tu esclava y que además soy tu prima.

―¿No te importa?

―No.

―Pero es un desconocido para ti.

―¿Confías en él?

―Claro que confió en Ernesto.

―No me importa que Ernesto vea mi cara, ya me lo ha visto todo, hasta me ha lavado el coño después de follar―dije con un gesto de entre complicidad y confirmación de la más rotunda de las evidencias.

Se colocó ante mí, me tomó de las manos y me contó su relación con Ernesto, hasta que ese no es su nombre. Luego hizo una pausa, como dudando, como con miedo a decirme algo. La verdad es que yo temí algo, ya sabes qué. Así que tomé la iniciativa.

―Dime cielito ¿Qué quieres de mí?

―Vendrías esta noche a cenar conmigo y unos clientes. Son unos importantes editores.

―Soy tu esclava, mientras esté en tu casa soy tu esclava.

―Gracias primita ―dijo mientras me besaba en la frente. Nunca se había portado tan cariñoso conmigo.

Luego indicó que me acostara sobre un enorme lecho cubierto de grandes y mullidos almohadones. Pidió que me moviera y colocara en diversas posturas mientras él seguía dibujando.

Esta vez, cuando Ernesto nos servía la comida, mi rostro no estaba cubierto por la incómoda máscara. Pese a que mi comportamiento fue igualmente sumiso que a la cena y mantuve la mirada en el plato, me pareció verle un breve destello en la mirada al sirviente. Ya conozco su historia.

Después de comer, volví a acompañar a mi primo a su trabajo. Volvió a pedirme que me tumbara en el lecho y aproveché para dormir una reparadora siesta de la que me despertó Ernesto para tomándome de la correa hacerme ir a mi cuarto. Esta vez me habló aunque sin mirarme.

―El señor me ha pedido que la prepare para la cena.

Y me preparó, le llevó al baño, con la bañera ya preparada, me enjabonó utilizando una loción de un delicioso perfume a rosas. Me secó detenidamente, me secó el pelo con el secador y me peinó tengo que reconocer que de forma magistral. Me hizo sentar y me pintó las uñas de píes y manos de un intenso color rojo. Me maquillo también de forma experta y luego me perfumó dando toques con una varita de vidrio en distintas partes de mi cuerpo, tras las orejas, la nuca, en el cuello bajo la barbilla, ambos pezones, bajo los pechos, en el vientre y la espalda en una larga línea y un toque no tan rápido en el clítoris.

Después me llevó al cuarto, al círculo, me soltó las muñequeras, las tobilleras y la gargantilla. Buscó en el armario y me vistió unas medias negras con ligas de encaje y el correspondiente liguero. De una cajita que llevaba consigo, extrajo un tanga de seda negra, que me colocó ajustándolo con delicadeza y precisión casi absoluta, rayando la perfección. De la misma cajita tomó un sujetador negro, de encaje pero diferente a los que acostumbro a usar, este me levantaba las tetas juntándolas en un canalillo apretado e insinuante. Me vistió ese vestido negro de cóctel que ya conoces. Me calzó mis zapatos tacones más altos y más finos. Y finalizó tomando el largo abrigo  negro que llevaba a la llegada junto con mi bolso. Hay que reconocerle que sabe hacer muy bien su trabajo. Se me olvidaba, las muñequeras las sustituyó por unas hermosas pulseras y la gargantilla de piel con anillas por otra de terciopelo con un maravilloso camafeo.

Una vez compuesta, me condujo hasta el coche, un gran turismo negro, con los cristales ahumados. Me sentó detrás, y esperamos hasta que llegó mi primo. Ernesto ocupó su sitio al volante y nos condujo al restaurante. Lo que sucedió después, puede que lo cuente en otra ocasión que ahora tengo que irme a tomar un tren. Ya sabes a donde voy. Y que me van a hacer.

Q.

 

 

Cartas de Q

Q es un amiga que nos cuenta su ajetreada vida sexual en forma de cartas, periódicamente nos envía una para darnos a conocer su intensa vida sexual. Discreta como pocas, es una mujer que disfruta del sexo intensamente practicándolo de forma entregada y libre.

Dispone de un amplía lista de compañeros de juegos y también de compañeras. Desde sus sobrinos, tío, vecino, amigas, hijos de sus amigas, en definitiva, cualquiera que sea capaz de cumplir sus exigencias sexuales.

Van dispuestas según se han ido recibiendo, la más antigua arriba y la más moderna al final, aunque cronológicamente no sigan el orden establecido.

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